25/11/11

UNA NOCHE CARETA EN LOS CAMPOS DE CREMA




“Mi jefe está ahí, es un gordo de 50 años y sin dientes. Si lo ven, mándenle saludos. Yo quería ir, siempre voy, pero está cara”, cuenta Juan Carlos, el tachero, mientras gira la cabeza hacia ellos. Le brilla un aro de diamante falso en la oreja derecha, tiene unos treinta años y habla mientras de fondo se escucha la FM Delta, que transmite en vivo la undécima edición de la Creamfields. Anonadados los pasajeros lo miran; es la primera vez que van. Suelen ir a recitales masivos, pero nunca fueron a ver a un tipo girar discos en una bandeja. “Eso no es tocar”, repetiría Pappo si estuviese vivo.

Son las diez de la noche y el tránsito se pone cada vez más denso. Están llegando. “Guarda, no saquen mucho los celulares que te los manotean, las mochilas adelante, ¡ah! y llamen un taxi para volverse porque está heavy el barrio, están a la espera”, les aconseja el conductor mientras, ellos, turistas, se bajan del taxi.

Están en el Autódromo de la Ciudad de Buenos Aires, lejos del centro, en el límite exacto entre Villa Riachuelo y el partido de La Matanza. La cola es larga. En ella hay jóvenes de entre 20 y 30 años, muchas botellas de plástico y basura en el suelo. Un vendedor ambulante grita: “Lleven el agua que toma David Guetta (uno de los Dj estrella de la noche)”. Otros venden las clásicas remeras de la fecha; la mayoría, sin embargo, apunta a la oscuridad del lugar con cotillón luminoso: cubos de hielo falso, bastones, anteojos, collares, pulseras, cualquier cosa brillante es en la Creamfields objeto de consumo.

“Documentos en mano, los menores no entran, si tienen drogas tampoco. Igual son todos menores y ya están drogados”, ironiza un patova mientras arrea a la gente hacia la entrada principal. Cacheo mediante, ingresan al predio. Lo primero que se ve, un cajero automático. Luego, una cola interminable para entrar en la carpa de merchandising. En ella hay remeras, más artículos brillosos y un colgante que consta de cartones con el mapa, los horarios, el logo del evento y un silbato, todo por la módica suma de $40. “Ni bien llegamos, entramos a chusmear, y un tipo, así como si nada, se llevó 400 mangos de boludeces”, cuenta Martín, un ingeniero en Informática que solo fue a acompañar a su primo neuquino.

La Creamfields es un festival de música electrónica que se realiza desde 1998. Nace en Liverpool, Inglaterra y surge como emprendimiento de los dueños de una cadena de boliches llamada Cream. La marca se exporta a diversos lugares del mundo y en 2001 llega a la Argentina. La primera se hace en Puerto Madero y asisten 18.000 personas. Desde ese momento, se realiza todos los años a mediados de noviembre, cada vez atrae más gente y esto se nota en la inmensidad del Autódromo, lleno en esta oportunidad.

La organización promete siete carpas, pero sólo dos se distinguen claramente: el escenario principal -o main stage- y el sector VIP, desde donde disfrutaron la fiesta el conductor televisivo Alejandro “Marley” Wiebe y el cantante Pablito “Oh mamá” Ruiz, entre otros. Los huecos entre la carpas se llenan con múltiples barras y lugares para comer. El menú consta de pizza individual o hamburguesa a $30, que a juzgar por la cola no tiene tanto éxito. En las barras está la gente: las gaseosas y el agua están $20, la cerveza y el Speed con la variable etílica preferida (vodka, licor de melón o champagne barato) $30; el tumulto, no tiene precio.

De todos modos la Creamfields no es sólo consumo. Los turistas, aunque no lo admitan, quieren escuchar a un par de DJ´S, los más conocidos del line up: el dúo inglés Groove Armada y el francés David Guetta. De los primeros se puede decir que a nadie le interesaba escuchar Red Light (su último EP) por eso cuando suenan los primeros acordes de Superstilyn la masa de gente salta de alegría. A los 20 minutos de concluido el show de los ingleses, empieza el otro plato fuerte. El set de Guetta oscila entre lo genial y lo aburrido, pero su juego de luces y dos hombres disfrazados de robots que tiran alternativamente fuego, humo y lasers azules por las manos hacen que valga la pena, al menos desde lo visual.

El operativo retorno comienza cuando finaliza el show del francés. Recorren el largo camino que divide el main stage de la entrada principal y salen a la Avenida Coronel Roca. Paran un taxi y les quiere cobrar $200 hasta Caballito asegurándoles que cualquiera les va a salir eso. Lo dejan ir. En el intermedio conocen a dos veinteañeros, en la misma situación y el grupo consigue que los lleven a casa por lo que marca el reloj.

Al empezar el viaje los turistas se enteran de que uno de los chicos, Tomi, se siente mal y estuvo la mitad de la noche en la carpa verde de la asistencia médica. “Me tomé media pepa, fumé y al rato empecé a sentir que me caía, palpitaciones y frío, todavía lo siento. Terma (el otro) me llevó a la carpa verde y es un viaje de ida. Me pusieron una frazada, me dieron una pastillita y estuve ahí no se cuanto. Pero sabés que me puso peor, la gente que entraba, a uno lo trajeron tipo en posición fetal arrastrándolo, una mina no paraba de gritar y otra pibita me repetía todo el tiempo: ‘quiero estar careta por favor’”, cuenta mientras se termina el agua mineral que tiene en la mano. Al final, entre historias, intervenciones del taxista sobre las drogas y planes de los chicos para continuar su noche en otro lado, los turistas llegan a destino, con la certeza de que ahora tienen una anécdota para contar: cómo sobrevivir caretas en una Creamfields y no morir de aburrimiento.