Hijo de inmigrantes sicilianos, nacido en un conventillo de La Boca, Pedro Susino siente el fueye como la extensión de su mano. Cuando no tiene autos para reparar en su taller de la calle Irala, endulza la cuadra con su música.
Ya peinando canas, pero con una cabellera aún
frondosa, Susino nació hace 71 años en La Boca, hijo de inmigrantes sicilianos.
Sus primeros años los pasó en un conventillo con sus padres, cinco hermanos y
otras 29 familias, en la intersección de Olavarría y Hernandarias. Su padre
tocaba la mandolina y su hermana el piano y el acordeón, así que considera que
“esto de la música es hereditario”. Aunque gran parte de su vida vivió en el
barrio, de uno u otro lado de la “frontera”, como el distingue sus distintas
partes, durante la década del 60 se fue con su familia al conurbano. Pero ni
bien pudo retornó a su primer amor y hogar del club de sus amores, Boca
Juniors.
Del entorno familiero, como él lo denomina, donde se
crió surgió además su primer maestro, Perito. Lo conoció en los carnavales, en
la época en que las comparsas llevaban en sus filas entre 200 y 300 personas,
músicos incluidos, y los chicos como él “jugaban al agua”. Al poco tiempo
falleció, pero Pedro siguió tocando. “En el barrio era muy común conversar con
los vecinos, que los policías tomen mate con la gente, los bailes en los
conventillos, las peñas en el Roma y las serenatas nocturnas con bandoneones,
guitarras y cantores”. Así pinta Susino la imagen de lo que es La Boca para él,
esa que hoy siente que ya es parte de un pasado lejano y le gustaría volver a
ver.
“Cuando me tocó el servicio militar tuve que vender el
bandoneón para sobrevivir, pagarme los viajes y los cigarrillos, lo que me
dieron me alcanzó justo para mantenerme los 12 meses que duró, no sobró nada”,
cuenta el mecánico y agrega que tardó veinte años en recuperarlo pero que nunca
abandonó la idea: “Siempre miraba el rubro 42 del diario, ahora el 66, el de
instrumentos y buscaba a ver si salía algo”. Lo que pasa es que el fueye está
en extinción, en Argentina ya no se fabrican y eso hace que su valor, así como
el mantenimiento, sea muy costoso. Pedro detalla: “Es un instrumento caro,
comprar uno sale mínimo 4 mil dólares, afinarlo 3 mil pesos, todo depende de la
clase y el estado de conservación, hay muy pocos y los que hay los compran
extranjeros, se los llevan a Japón o a Europa”. Ahora, agradece “a Dios y a la
virgen” cuando lo cuenta, tiene dos bandoneones de origen alemán, uno en su
casa y otro en el trabajo, con el que deleita a los vecinos.
El taller mecánico de Susino es un galpón amplio,
lleno de las herramientas esperables y con un auto de colección Chevrolet de
1939, lustroso, de su propiedad y cubierto por una lona sobre una de las
paredes. Pero, además de lugar de trabajo, también es un escenario: “Muchas
veces nos juntamos con otros amigos bandoneonistas acá en el taller y hacemos
entre todos un pequeño ruido”. En el día a día, además de la radio que nunca
apaga, también lo usa de compañía mientras llega el trabajo: “Soy un
aficionado, toco como una terapia, cuando no tengo nada que hacer en vez de
aburrirme me pongo a practicar lo que aprendí y a sacar cosas nuevas”.
Aunque por sus genes corren ritmos y melodías, nunca
pensó en dedicarse de lleno a la música. También desde chico estudió mecánica,
a lo que se dedica, porque tenía que trabajar y “no le quedaba otra”, aclara.
Más allá de eso, lleva 40 años arreglando los coches del barrio y algunos menos
ensayando en la trastienda durante los ratos libres. “Siempre tuve el
pensamiento del bandoneón en mi cabeza, no se me fue ni cuando no tenía uno, es
mi pasión”, confía Pedro.
De sus tres hijos, sólo el del medio heredó lo
musical, toca la guitarra y canta. Pero sus sobrinos y gran parte de su familia
política son intérpretes aficionados, así que las reuniones de los Susino y
allegados, además de ser multitudinarias como corresponde a una buena familia
de descendientes de italianos, son ruidosas. “Se suelen tocar tangos, folklore,
canzonettas y algún paso doble cada tanto”, retrata Susino sus sobremesas
domingueras.
Ya de grande, unos años atrás retomó los estudios cerca del barrio, en San Telmo, pero dejó las clases: “Me resulta incómodo salir, transportar el bandoneón, me da miedo que me lo saquen, este -señala el instrumento- es como parte de mi cuerpo, si me lo roban me cortan la mano”. Pedro abre la caja del fueye, está forrada de corderito “para que no se raye” -aclara mientras lo mira-. Presiona las teclas de nácar, reflexiona un momento y concluye: “No sé tocar tan bien, pero lo llevo adentro” y se golpea el pecho a la altura del corazón.