13/8/12

EL DESEO RABIOSO


El deseo de trascender, de perpetuarse en la memoria colectiva, dejar una huella que podría formar a futuro parte de una novela de bellos bandidos. Ese miedo a la muerte, que es definitiva y sólo tiene el que posee la certeza de que dios no existe, porque si hubiera uno, su vida no sería así.


Aquel es el deseo que va tomando forma a través de las páginas que narran la vida del personaje Silvio Drodman Astier. No su vida completa, sino cuatro capítulos que parecieran ser los puntos de giro de su existencia, los que lo formaron para cumplir con la decepción y la culpa de llevar a cabo su destino de traición. 


El juguete rabioso fue el primer libro que escribió Roberto Artl y se publicó en el año 1926. Podría ser considerado por momentos autobiográfico, no creo que sean casuales ciertos aspectos que lo relacionan con su personaje principal: el frustrado camino del inventor, el hijo de inmigrantes con un padre ausente, un hombre que utiliza su apellido materno, la coincidencia en la elección del nombre de la hermana. A su vez esto no carece de sentido ni le quita verosimilitud a la historia, ya que el entorno de Silvio está pintado muy claramente, siendo representativo de la época en la cual se desarrolló el texto. La utilización del lunfardo, del cocoliche, por momentos con palabras en italiano, diálogos con faltas de ortografía y hasta neologismos, son muchas veces la principal caracterización de los personajes secundarios a la trama. Ya en el primer capítulo encontramos un ejemplo de este uso del lenguaje. El zapatero andaluz tiene acento, habla mal el castellano y paradójicamente es quien abastece de literatura sobre maleantes a un Silvio aún niño, y que de alguna manera marcará con esas historias la personalidad curiosa y ávida en lecturas varias, con esa cultura amorfa que no otorgan las escuelas sino el deseo, otra vez de trascender, de saber, de crear. Desde Electroténica hasta Nietzsche, pasando por Baudelaire y Baroja sin dejar de lado diccionarios de explosivos ni de química. De todos modos el andaluz consigue una ganancia con ello, 5 centavos por libro prestado. Todos los personajes que van apareciendo a partir de allí buscan obtener una ganancia, dinero o beneficio personal incluido el protagonista, es más cuando Silvio se dirige a las oficinas militares de El Palomar le pide indicaciones a un señor, que sólo le responde en detalle una vez que le da algo de dinero.  


La Argentina, o más bien la ciudad de Buenos Aires, que muestra el texto es la de principios de siglo XX, ese cambalache donde el que no afana es un gil. Con la inmigración ya perpetuando su apellido, asentada mucha veces en la pobreza y otras formando parte de una incipiente burguesía comercial. Como Don Gaetano, el tano dueño de la librería, o el zapatero antes mencionado. Lo que llama la atención es que todos estos extranjeros son descriptos como sucios, sus lugares lo están también como si con esto marcara una diferencia con el resto de la sociedad. La inmigración es la mugre que convive también con la viveza criolla, representada claramente en la familia de su primer socio y amigo, Enrique Irzubeta, quienes se dedicaban a deber dinero a todos esos “gallegos de mierda” como les llamaban y a evitar desalojos gracias a sus influencias con jueces y empleados municipales. Ambos niños tenían el sueño de ser ladrones y finalmente se convirtieron por un corto periodo de tiempo, al menos el primero, en eso.


Otro tema que aborda esta ficción, pero de manera lateral es el amor. Lo representa en aquella niña, Eleonora, que lo dejó a un Silvio aún virgen a los doce años, con la que realmente pareciera que nunca hubiera comenzado nada, bajo ese árbol negro le quedó grabada como una instantánea de la pureza, de lo idílico luego trasformada en nostalgia con el transcurso de la historia en la que vuelve a traerla en forma de recuerdo con sus pensamientos. Ella fijada en la memoria no deja lugar a que otra nueva ingrese en su vida. Al menos no de esa manera.

La irrupción del deseo carnal aparece de la mano de la homosexualidad, en una habitación de hotel amueblada en donde Silvio se refugia luego de una nueva decepción. Arriba allí un personaje cuyo único anhelo es ser mujer, aunque sea pobre aclara, pero mujer, porque pareciera ser que no hay lugar para él en ese mundo y, arriesgo tal vez, del único modo que puede saciar su apetito de una manera socialmente aceptable es siendo otro, en éste caso otra. Otra vez con el intruso se hace presente la mugre marcando lo rechazado, lo distinto, esa otredad reflejada esta vez en otra manera de ver o disfrutar del sexo.


De todos modos una de las mayores decepciones en la vida de Silvio Astier comienza cuando debe empezar a trabajar para vivir, o para sobrevivir. Cae en lugares en los que su talento no se aprovecha, una librería donde hace las veces de esclavo o como corredor de una papelera, y una vez que consigue entrar en la división de mecánica de la fuerza aérea donde puede llegar a mostrar sus facultades autodidactas, lo echan para cederle su lugar a un acomodado. Trabajar es sufrir, pero no queda otra, es lo que hay que hacer y en esta ficción se muestra como opción contrapuesta con la idea de inventar. En la creación es donde se encuentra ese lugar de placer, donde Thomas Alba Edison y Nikola Tesla son referentes. Allí está nuevamente el deseo de trascender a la finitud de la vida, que a lo largo de la historia se va borrando bajo el concepto del sufrimiento y en la aceptación de que la vida es linda, irónicamente linda. 

EL LUGAR COMÚN DE NOSOTROS Y LOS OTROS


La sociedad y sus distintas clases se reflejan en los ámbitos comunes, los lugares en los que la gente elige pasar su tiempo definen a donde pertenecen, su posición con respecto a los otros. Esto es el bar donde transcurre Bolivia, la segunda película del director Isarel Adrián Caetano. En él conviven los tacheros, habitúes de la noche, los vendedores ambulantes, los ebrios sin lugar donde dormir y los inmigrantes que trabajan sirviéndoles.

El puntapié de la historia es la llegada de un nuevo parrillero, el boliviano indocumentado Freddy, al bar Enrique, un hombre que desde su primera aparición en escena notamos con pocos escrúpulos. Con ellos conviven los taxistas, el Oso y Marcelo, quienes se adueñan del control remoto del bar y parecen pasar más tiempo allí que trabajando. También está la moza paraguaya, Rosa, la única mujer que carga sobre sus hombros gran parte de la tensión sexual en principio latente.

El reloj parado, el tiempo que no parece trascurrir, la larga jornada laboral cuyo rédito económico es mínimo en comparación con la tarea realizada, el comercio con la pobreza, el lugar común de que le están robando el trabajo que los lugareños en realidad no quieren hacer, o al menos no en esas condiciones. Todo esto se ve reflejado en un film  con estética y diálogos absolutamente realistas, este podría ser cualquier bar del barrio porteño de San Cristóbal, donde la crisis que estallaría en 2001 ya se sentía en el bolsillo, se palpitaba en la dificultad de resolver los problemas cotidianos y en las listas de fiado de los comercios.

De austera factura, sin grandes gastos de producción y casi sin actores profesionales la película está rodada íntegramente en blanco y negro donde la sangre roja se ve azabache. Son todos sudacas y laburantes pero lo que los iguala parece ser separado por los límites impuestos a través de los mapas. Allí surge el discurso xenófobo que al final parece olvidar que todos están en el mismo bar y van hacia la misma muerte.

BOLIVIA
DIRECCIÓN: Israel Adrián Caetano

PRODUCCIÓN: Israel Adrián Caetano, Roberto Ferro, Matías Mosterirín, Lita Stantic
GUIÓN: Israel Adrián Caetano, Romina Lanfranchini FOTOGRAFÍA: Julián Apezteguia  
MONTAJE: Lucas Scavino, Santiago Ricci 
MÚSICA ORIGINAL: Los Kjarkas
DIRECCIÓN DE ARTE: María Eva Duarte
INTERPRETES: Freddy Flores, Rosa Sánchez, Oscar Bertea, Enrique Liporace, Marcelo Videla, Héctor Anglada, Alberto Mercado

NO TODO PERRO ES FIEL





Un ladrón profesional y la falta de disciplina no son compatibles, Mr. Pink, el avaro personaje interpretado por Steve Buscemi, lo repite hasta el hartazgo en Perros de la Calle, opera prima como director de Quentin Tarantino. En ella se muestra como esta faceta humana hace que todo salga mal. El filme se arma como un rompecabezas temporal donde ya al principio se sabe que el robo a una joyería mayorista falló pero el suspenso está en el por qué estos seis hombres, uniformados con trajes negros, que sólo se conocen por sus seudónimos de colores y sus jefes, Joe Cabot y su hijo Nice Guy Eddie, no logran su cometido.


Poco a poco se van develando las capas del error, hay un policía infiltrado, Mr. Orange, llevado a la pantalla por Tim Roth, a quien Mr. White (Harvey Keitel)le otorga un exceso de confianza y afecto cuasi paternal. La contracara del supuesto cariño es la perversión de Mr. Blonde, a cargo de Michael Madsen, quien mata civiles en la joyería y para escapar de la lluvia de balas que el mismo desató secuestra a un policía, a quien después le cortará una oreja.


La desconfianza mutua genera una tensión dramática que en principio se refleja en los diálogos y luego desemboca en un reguero de sangre que se potencia a través de una inquieta cámara en mano y una excelente banda de sonido, compuesta de éxitos de la década del 70, generando así el contrapunto perfecto para intensificar la violencia que al fin y al cabo como los ladrones también es humana.